Cracovia, 1948.
Tan pronto como escucha la voz de su abuela, su corazón se acelera. Parece que se le va a salir de su pecho. Mary se pone de pie, respira profundo y frota sus manos sudorosas sobre el delantal azul que lleva puesto
Odia su vida, a sus padres por haberla obligado a quedarse donde su abuela durante las vacaciones de verano y sus terroríficas clases de piano. Minutos después ahí está, sentada en frente de un piano Steinway gigante de color negro. La primera vez que lo tocó le dijo a su abuela que sus pequeños dedos no le alcanzaban para tocar algunos acordes, pero ella ignoró su reclamo y le dijo que ese mismo modelo era el que utilizaba Rajmáninov, el pianista ruso, y que ella le debía seguir el paso a los grandes compositores si algún día quiere triunfar con ese instrumento.
El cuarto tiene un mal olor y Mary intenta contener la respiración. Jura que en algún rincón debe haber un ratón muerto o un pedazo de carne en descomposición. Pequeñas gotas de sudor se acumulan en su frente.
Un hueco en de una cortina roja de terciopelo deja entrar un rayo de sol que cae sobre la silla de su abuela. Mary se tensiona de inmediato, al ver la fusta que ella utiliza para corregir la postura cuando interpreta alguna pieza.
Escucha cómo su Babusia arrastra los pies por el pasillo. Apenas escucha el chirrido de la puerta se echa la bendición, al tiempo que repasa mentalmente las notas de apertura de su lección: la Diabelli Sonatina en Fa mayor.
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