miércoles, 31 de julio de 2024

Oler las rosas

Salgo de una reunión a eso de las 3 de la tarde.

Podría decir que me fue bien, así que pienso que me merezco un capuchino. Siempre me merezco uno. Puede que no sea así, pero soy el único que puede decidirlo, así que de malas el universo. De pronto ese es mi destino: tomar capuchino cada vez que pueda hacerlo.

Pienso en lo que me dijo un cliente hace unos días: Ahora me dedico a oler las rosas. Es un dicho gringo (smell the roses), que hace referencia a la importancia de apreciar los pequeños placeres de la vida. En otras palabras, consiste en bajar las revoluciones y disfrutar el momento presente. Puro budismo empaquetado.

Mientras camino distraído, doy un café y decido que es tiempo de oler las rosas. Entro al lugar y pido un capuchino. Lo acompañó con un cheese cake de frutos amarillos. El mesero me dice que trae piña, mango y maracuyá. Confío en no haberme descachado. “Espera a alguien más o es solo usted?”, me pregunta antes de dirigirse a la barra. “Solo yo. Cusumbo solo a la orden”, pienso responderle, pero me quedo callado.

Me siento en un sofá blanco de cuero, como de traqueto, y al poco tiempo el mesero llega con mi orden. El capuchino está a punto de derramarse y el cheesecake se ve bueno. Primero ataco el postre y luego de meterme una cucharada en la boca sonrío, luego le doy un sorbo al capuchino y la mezcla de sabores es casi perfecta.

Saco el libro que había metido en mi mochila antes de salir de casa –Siempre hay que andar con un libro por la vida–, Este o cualquier otro lunes, Una novela corta que estaba a la venta en la biblioteca pública de un pueblito de Cundinamarca.

Comienzo la lectura y la primera escena me atrapa. EL personaje principal habla sobre el inicio de la semana. Cuando va a cruzar una calle oye varias voces gritando. Al rato entiende qué es lo que pasa: un ladrón está intentando escapar. En medio de su carrera alguien le hace zancadilla y después de que cae al piso, la turba enfurecida y, se supone, justiciera, lo comienza moler a golpes y patadas.

En medio del caos, un joven de unos 28 años no participa en la patacera y se aleja de la escena. Ahora le duele haber atravesado la pierna.

Leo otro par de páginas y me gusta porque es una novela urbana, si es que el término existe. Me habría quedado toda la tarde en el lugar, pero acabé el capuchino en tan solo un par de sorbos y ataqué el Cheesecake como un muerto de hambre.

Cuando me dirijo a la caja para pagar, el mesero me dice: “tenemos una biblioteca con libros de todos los géneros. Cuando quiera puede venir, llevarse uno y dejar otro. Le doy las gracias de nuevo y antes de abandonar el lugar reviso el mueble con los libros. Es verdad que hay de todo. Desde Stefan Zweig hasta un libro de Gloria Valencia de Castaño. Del escritor Austriaco solo he leído novela de Ajedrez, pero a cada rato veo que lo mencionan. El libro que tienen de él es Momentos estelares de la humanidad: Catorce miniaturas históricas, lo hojeo un poco y me llama la atención. Pienso que estoy en deuda con ese autor, así que agrego ese título a mi lista de pendientes por leer que crece a una velocidad vertiginosa. También hay varios libros de Isabel Allende, uno de ellos es Amor, lo hojeo y no es una novela sino una recopilación de fragmentos de sus obras.

Cuando no hay más libros que me llamen la atención, abandonó el café. Algún día volveré con un libro para llevarme otro.

Lean, tomen café y huelan las rosas.

lunes, 8 de julio de 2024

Moneda de $50

Hoy, cuando me subí a un taxi y luego de saludar al conductor, de inmediato me puse a mirar por la ventana. Esa, quizá, es una ventaja de pedir taxi por aplicación: si se quiere, no es necesario intercambiar ninguna palabra con el conductor durante todo el trayecto.

Pero qué tipo más huraño dirán algunos. Puede que sí o puede que no. Al final todo son puntos de vista. El caso es que hay días en que uno no quiere entablar conversación con un desconocido, y menos sobre el clima, el tráfico, la política o cualquiera de esos temas comodín.

Ahí estaba yo, metido en mi cabeza y saltando de un pensamiento a otro, cuando bajé la mirada y vi como un rayo de sol se reflejaba en una moneda sobre el tapete. La arrastré con el pie y cuando la pude observar bien, me di cuenta de que era una moneda de 50 pesos.

¿A quién se le habrá caído? igual importa poco, pues ¿que son $50 pesos hoy en día? No lo sé. Recuerdo que hace millones de años, cuando estaba en la universidad el valor del pasaje de un bus ejecutivo era de $650. Imagino que las monedas de $50 sólo sirven para eso, es decir, para completar para un pasaje de bus, o si uno junta  cuatro, puede comprarle una menta helada a un vendedor ambulante, pero no sé, hace mucho no compro esas mentas y quizás ya subieron de precio.

Entonces pensé en recogerla del tapete, ¿Qué tal que la necesite en un futuro?, pensé, pero luego mi yo asquiento se activó e imagine por cuántas manos habría pasado y cuántos pasajeros la habrán pisado, así que mejor la deje donde estaba. De pronto me salve de contagiarme de quién sabe qué virus. Tal vez esquivé ser el paciente cero de uno que va a acabar con la humanidad. El fin del mundo puede estar a la vuelta de la esquina, nunca se sabe eso, nunca se sabe nada con certeza.

O de pronto solo era una prueba del conductor, dejó la moneda ahí a ver qué chichipato la iba a tomar.