Hoy, cuando me subí a un taxi y luego de saludar al conductor, de inmediato me puse a mirar por la ventana. Esa, quizá, es una ventaja de pedir taxi por aplicación: si se quiere, no es necesario intercambiar ninguna palabra con el conductor durante todo el trayecto.
Pero qué tipo más huraño dirán algunos. Puede que sí o puede que no. Al final todo son puntos de vista. El caso es que hay días en que uno no quiere entablar conversación con un desconocido, y menos sobre el clima, el tráfico, la política o cualquiera de esos temas comodín.
Ahí estaba yo, metido en mi cabeza y saltando de un pensamiento a otro, cuando bajé la mirada y vi como un rayo de sol se reflejaba en una moneda sobre el tapete. La arrastré con el pie y cuando la pude observar bien, me di cuenta de que era una moneda de 50 pesos.
¿A quién se le habrá caído? igual importa poco, pues ¿que son $50 pesos hoy en día? No lo sé. Recuerdo que hace millones de años, cuando estaba en la universidad el valor del pasaje de un bus ejecutivo era de $650. Imagino que las monedas de $50 sólo sirven para eso, es decir, para completar para un pasaje de bus, o si uno junta cuatro, puede comprarle una menta helada a un vendedor ambulante, pero no sé, hace mucho no compro esas mentas y quizás ya subieron de precio.
Entonces pensé en recogerla del tapete, ¿Qué tal que la necesite en un futuro?, pensé, pero luego mi yo asquiento se activó e imagine por cuántas manos habría pasado y cuántos pasajeros la habrán pisado, así que mejor la deje donde estaba. De pronto me salve de contagiarme de quién sabe qué virus. Tal vez esquivé ser el paciente cero de uno que va a acabar con la humanidad. El fin del mundo puede estar a la vuelta de la esquina, nunca se sabe eso, nunca se sabe nada con certeza.
O de pronto solo era una prueba del conductor, dejó la moneda ahí a ver qué chichipato la iba a tomar.
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