Hace un momento mientras mordía una tostada y pasaba el trozo de pan seco con un sorbo de café, recordó ese desayuno en la terraza de Le Café Qui Parle.
Ese día hacía sol y los rayos de sol se filtraban, como hilos de agua, por entre las ramas de los árboles. El lugar estaba a reventar y no se podía discernir bien entre los sonidos: cubiertos estrellando los platos, conversaciones risas y música, que conformaban la cacofonía del momento.
Más de 15 personas esperaban su turno en una fila con un ambiente alegre y lanzaban miradas poco cordiales a los comensales que, según ellos, se tomaban todo el tiempo del mundo para desocupar las mesas.
A su lado unas parejas con dos niños pequeños también desayunaban. Uno de los pequeños, una niña rubia con dos trenzas largas y pulcras, tenía un vaso de jugo de naranja a la mitad y varios trozos de comida esparcidos en su plato. Su interés en comer era mínimo y había sido rezagado por una de esas bombas alargadas de color amarillo y en forma de espada, que la pequeña blandía de un lado al otro.
Las meseras del lugar saltaban afanadas de la cocina a la mesas, de un cliente al otro, con bandejas llenas de platos bañados en salsas de color ocre de diferentes tonalidades, que humeaban y desprendían olores condimentados, que abrían el apetito.
A lo lejos, un grupo de niños jugaba a deslizarse por un rodadero y sus caras reflejaban, piensa ahora, una felicidad plena.
Recuerda muchas cosas, pero cree que son muy pocas, en relación con la infinidad de sucesos que ocurrían en ese lugar y momento.
“Ojalá tuviera la capacidad de captarlo todo, saborear hasta la última gota de los elementos que componen los instantes de mi vida”, piensa.
El reloj de su casa da una campanada que indica una media hora. El tiempo, como siempre, en contra de todo. Otra vez se le hizo tarde para llegar a la oficina.
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