viernes, 3 de agosto de 2018

Gotas

Cuando era pequeño, tendría unos 6 o 7 años, escuché hablar a alguien sobre un método de tortura que consistía en amarrar a un preso, dejándolo en una posición en la que su cara quedara mirando hacia el cielo, mientras una gotera de agua le caía justo en la mitad de la frente, unos centímetros arriba del tabique. 

Al preso, delincuente o pobre diablo, lo dejaban en esa posición por mucho tiempo, hasta que la gotera le abría un hueco en la cabeza. Por las noches, al momento de dormir, me ponía a pensar que podían haber hecho las personas apresadas para recibir esa tortura tan macabra; “Mejor que a uno le abran un hueco en la cabeza de un balazo”, pensaba. 

A veces, apenas abro el grifo de la ducha, vuelvo a repasar la historia de “la tortura a gotas”, “tortura en gotera”, aún no me decido por el título. 

Ese espacio de tiempo, me refiero al tiempo que duro duchándome, es uno que disfruto mucho porque es uno de los pocos en que realmente estoy solo, solo y vulnerable; por eso es que en las películas de suspenso, muchos crímenes ocurren cuando alguien está en la ducha, pues está indefenso, pero no nos desviemos del tema, si es que lo hay en este puñado de palabras. 

Decía que me gusta ese momento, porque algo bueno de la soledad es estar libre de los estímulos que nos distraen, como los de la tecnología, por ejemplo. Sin nada a la mano con que distraernos, la soledad nos permite rumiar tema tras tema y esa contemplación de lo que sea que llevamos en la cabeza junto a los miles de gotas que la golpean resulta relajante, aunque algunas veces podemos caer en un recuerdo doloroso y si no buscamos la manera rápida de saltar a otro pensamiento o idea, esos callejones sin salida que todos tenemos en la mente, de cierta forma nos perforan la cabeza, como a esos presos de los que nunca supe cual fue el crimen que cometieron; igual, al final, culpables todos, ¿o no?

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