La cajera es una mujer delgada y de facciones finas: nariz respingada y los pómulos ligeramente salidos. Lleva unas gafas muy grandes y los lentes hacen que sus ojos se vean pequeños. Su pelo, largo, liso y de color castaño, casi le da a la cintura y lo lleva agarrado en una cola de caballo.
Sonríe a cada nuevo cliente que se acerca a hacer su pedido en la caja, y tiene la habilidad de teclear el pedido en la pantalla sin dejar de hacer contacto visual. Supongo que en su entrenamiento le debieron haber dicho: “Debes sonreírle a todos los clientes. El cliente siempre tiene la razón y bla bla bla…”
Una vez trabajé en un parque de diversiones y la consigna era la misma, había que sonreír así uno estuviera muerto del cansancio o hecho añicos por dentro. Un día, un español llegó a ayudarme en la atracción que estaba manejando. Era su primer día y luego del saludo hablamos sobre tener que sonreír todo el berraco turno. “¡Pues eso es una putada!” fue su conclusión. Asentí con la cabeza y después de ese día nunca lo volví a ver, pero sí que tenía razón. Sonreír todo el día, solo porque sí, es una putada. La tristeza, hoy en día, esta subvalorada, ¿No será que intentar estar contentos a todo momento cansa? No lo sé, por eso pregunto.
El flujo de clientes en el café es continuo. Me da buena espina la sonrisa de la mujer mientras hago el pedido. Luego me siento a leer con una pared de ladrillo enfrente mío. No sonrío. Olvido a la mujer. Ella sigue atendiendo personas sin descanso alguno, va de un lado a otro cogiendo productos con servilletas y sirviendo cafés de una máquina a la que solo le tiene que pulsar un botón según el pedido. Menos mal, sería una putada si tuviera que preparar cada bebida desde cero.
Resulta imposible saber de todas las veces que sonríe en cuántas, realmente, le nace hacerlo. Igual todos vamos por ahí regalando sonrisas llenas de rabia.
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