En los pasillos del supermercado las personas tienen cara de expectativa. Sus movimientos son precisos y están cargados de una mezcla de angustia y afán.
Luego de echar en el carro los productos que consideramos necesarios, nos vamos a hacer la cola para pagar. Tardamos en ubicar su fin pues casi le da la vuelta a todo el establecimiento.
El carrito de adelante es de una pareja mayor. El hombre cuida su puesto en la cola, mientras su esposa tiene la misión de conseguir los productos para echarlos en el carro; apenas lo hace se va a conseguir otros.
Algunos carros están llenos casi hasta el tope, a diferencia del de mi vecino de atrás que solo lleva: Una caja de croissants pequeños, una garrafa de kumis, una bolsa de pan tajado y una botella de Bacardi limón. Nada de carnes, frutas o verduras.
Parece que está solo. Lo miro disimuladamente, lleva cachucha azul y una sudadera gris, y a diferencia del resto de compradores se ve muy tranquilo, despreocupado y ajeno por completo a lo que ocurre en el mundo.
Trato de analizar su variopinta compra y me pregunto cuál será su estilo de vida: ¿está casado?, ¿vive solo? ¿Por qué no lleva jamón y queso para el pan y un pasante para el trago? Quizá tiene una montaña de provisiones en su casa y esos productos solo son un capricho repentino, algo de lo que se antojó mientras estaba echado en su sillón viendo la televisión.
“¿Será que usted me puede cuidar el puesto mientras voy y cojo una guanábana?”, me pregunta el señor del carro de adelante, calvo en la coronilla y con pelo canoso a los costados. Le respondo que claro, que no hay problema. Va rápido y cuando vuelve cruzamos un par de palabras. Creo que se va a poner a conversar conmigo, pero al final decide hacerlo con una pareja joven que está delante de él.
A la salida del supermercado debemos pedir un Uber, pero el celador que vigila la puerta nos dice que no podemos sacar el carrito a la calle. Le pregunto que cómo es posible eso, que si no nos puede ayudar y nos dice que no. Otra pareja que está detrás de nosotros pregunta qué pasa y cuando les contamos que es lo que ocurre, el hombre exclama: ¡Pero como no! y sigue con el carro de mercado como si nada. El celador intenta detenerlo y le pone una mano en uno de los costados del carro para detenerlo, pero el comprador sigue como si nada. Forcejean un rato hasta que el segundo le gana y sale por la puerta, yo lo sigo con nuestro carro y el celador ya no me dice nada, solo murmura algo por el micrófono de su solapa, parece que pregunta qué hacer o llama refuerzos. Estoy listo para lo que venga, pero no llega nadie ni pasa nada.
Salimos del lugar y el carro ya nos está esperando.
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