Hace sol, y faltan pocos minutos para el medio día. Ignacio Bohórquez, abogado, camina desprevenido por el centro de la ciudad, perdido en una conversación interna sobre gramática alemana, que trata sobre el uso de los pronombres posesivos en genitivo.
Aunque lleva 10 años estudiando esa lengua, a veces siente que apenas puede decir cómo se llama, cuál es su edad, y preguntar dónde queda el baño. Cuando repasa el femenino: meiner, deiner, seiner… ve a un hombre, cavando un hueco en la calle, que tiene puesto un overol azul oscuro y un casco amarillo.
Sabe que debe ser un operario del acueducto o de una empresa telefónica, pero a Bohórquez se le antoja pensar que es un sepulturero. El hombre cava una tumba para enterrar un cuerpo que no está a la vista. Ese personaje, le parece, es invisible para el resto de personas que caminan por la calle y lo pasan de largo. “¡Va a enterrar a alguien en plena calle! ¿por qué alguien no dice o hace algo?”, se pregunta. Sabe que él podría ser ese alguien, pero cree que es mejor no meterse dónde nadie lo ha llamado, que no interferir con el curso de la vida, si tiene alguno, siempre es la mejor opción.
Igual que los otros, Bohórquez también pasa de largo al hombre y vuelve a concentrarse en lo del genitivo, ahora el plural: meiner, deiner, ihrer… hasta que pasa por enfrente de una oficina de migración, en la que más de 10 personas hacen fila con papeles en la mano y caras expectantes.
“Que bueno sería migrar, irse para ser otro(s)”, piensa Bohórquez, y siente algo de envidia por esas personas que, imagina, están por abandonar su lugar de residencia o llegaron a su ciudad para ser otros.
Migrar, cree, es una forma de morir, de despojarse del yo; una oportunidad perfecta para convertirse en alguien más.
Ahí está, de forma simbólica, el cuerpo que va a enterrar el sepulturero que acaba de ver.
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