“Menos mal que solo conjugamos los verbos, caso contrario comunicarnos sería un lío”, piensa García.
García trabaja como asesor de comunicaciones para la presidencia de un país cualquiera, uno, digamos, como en el que usted vive, apreciado lector.
“Así lo querí”, dijo el mandatario de ese país en el que vive García, con desparpajo y sin rectificar su error ni corregirlo trastabillando verbalmente.
Apenas lo escucho, García pensó: “¡Qué imbécil! Y luego se preguntó en una pequeña conversación interna que sostuvo con sus adentros:
“Es quise, ¿cierto?”, y sus adentros le respondieron
“Claro animal, ¿no sabe conjugar verbos o qué?”
Muchas veces le pasa eso con asuntos del lenguaje que supone son fáciles, y las dudas lingüísticas le caen encima. En esas ocasiones recurre a la RAE o a cualquier página de internet para cerciorarse de que no está cometiendo un error. Cree que en eso se le pasa la vida, en intentar no quedar como un tarado frente a los demás. Aparentar ser normal, al parecer, y signifique lo que eso signifique, define la mayoría de nuestros actos.
García piensa que esos lapsus lingu, esos errores espontáneos en el habla, sacan a flote el bully que todos llevamos dentro, pues hay que caerle a quien los comete. Las ganas de poner en evidencia los errores lingüísticos de los demás son viscerales y hacen que, sin importar quien los haya cometido, un rey o un mendigo, lapidemos gramaticalmente al interlocutor, pues es nuestro deber hacerle saber al mundo entero de la idiotez que esa persona acaba de decir.
Nadie, piensa García, puede quitarnos la satisfacción que nos da burlarnos de aquellos que están en el poder.
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