El conductor me pregunta algo y le respondo con naturalidad; me sorprende el modo conversador en el que me encuentro. Luego me cuenta que está muy feliz porque le salió mi carrera que ahora, supongo, es suya o nos pertenece a ambos.
Me dice que llevaba más de dos horas parqueado y que nada de nada. “No sé, hay días, como este, en los que las cosas no le salen a uno”. Se le nota el desgano en su voz; lo único que se me ocurre contestarle es una frase de cajón, con la que le doy la razón, ustedes saben algo por como: “Las cosas pasan por algo” o cualquier frase de ese estilo.
Unas cuadras adelante, después de romper el hielo que suele separar al conductor del pasajero o, más bien, a cualquier par de extraños, nuestro tema de conversación toma un desvío hacia el terreno de la religión. No sé como llegamos a él, supongo que lo que hablamos al principio, eso de que a uno a veces le va bien y a veces mal, tiene mucho que ver con la fe o con lo que entendemos por ella; en definitiva, con ese deseo que llevamos encima de que todo nos salga bien, por el simple hecho de que nos consideramos buenas personas.
El hombre me cuenta que ayer transportó a un señor. “Un cristiano debía ser, lo digo por su vestimenta. Parece que iba a dictar una conferencia o algo así. Se supone que yo soy católico-apostólico-romano—dijo las tres palabras rápido como si fueran solo una—pero la verdad no voy a misa ni nada de esas vainas. Respeto mucho todo eso, y creo en Dios y todo, pero pues así son las cosas."
Lo dejé hablar sin interrumpirlo, básicamente porque no me gusta hablar de religión y porque me quedé pensando en lo de católico-apostólico-romano, lo cual se supone que también soy.
“Vea que cuando vino el Papa, yo lo vi de lejos; vi como levantaba un brazo. El hombre me cae bien porque inspira mucha paz y confianza, ¿cierto? Yo tengo un hijo que es bien ateo, pero anda con una noviecita muy creyente, y ella lo obligó a que fueran a verlo. Mi hijo me contó que la paz que sintió cuando el Papa pasó en frente de ellos fue muy chévere.”
Luego tan fácil como caímos en el tema de la religión, nos pasamos al de las apuestas, de pronto porque ambos están más cerca de lo que parecen o, simplemente, porque todo en esta vida está conectado de extrañas maneras.
El hombre me contó que toda la vida le ha gustado apostar, pero que no lo considera un vicio, porque apuesta pequeñas sumas y no va al casino. “¿Entonces dónde apuesta?”, le pregunté”, y me contó que conoce un lugar, un local o una casa, nunca me quedó claro, donde varias personas se reúnen a jugar cartas.
“¿y que juegan?”, le pregunté. “Pues hay muchos juegos, pero el que a mí me gusta es el Rummy", del cual me da una pequeña explicación de cómo se juega; en un momento me pierdo en sus palabras, pero igual asiento con la cabeza.
“Otras veces juego Chaquete, ¿lo conoce?”, le digo que no. “Es como el Bagamon”, dice. Supongo que es el Backgammon, que he oído nombrar en algún lado, y que tampoco conozco. “Venga le muestro cuál es”, concluye, mientras lo busca en el celular. “Mire es este”, y comienza a teclear con el dedo índice, pero la luz que da sobre la pantalla no me permite ver nada; igual hago el papel de estar viendo todo muy claro.
“Es Bagamon, pero también se le llama chaquete. Hace rato no voy a jugar; las últimas veces he perdido; en una perdí como 80.000 mil pesos, y además siempre que voy mi mujer se pone brava porque dice que me estoy enviciando”, y cuando termina esa frase suelta una ligera risa.
En ese momento llegamos a mí destino. Me despido del hombre y le deseo un día con muchas carreras.
“Muchas gracias, me dio mucho gusto llevarlo”.
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